sábado, 15 de diciembre de 2007

Reflexión sobre la Navidad



La Navidad es una de las dos mayores solemnidades de la Iglesia Católica, pues celebramos la venida al Mundo de Jesucristo, encarnado en la Virgen María mediante la acción del Espíritu Santo. La otra solemnidad mayor es el domingo de Resurrección, pues Jesucristo consuma su victoria sobre la muerte y nos abre las puertas del cielo, cumpliendo la misión que Dios Padre le había encomendado. Ambas solemnidades van de la mano y son, de algún modo, inseparables y complementarias. En este escrito, me centraré en la Navidad.

¿Por qué celebramos la Navidad? Lo primero que debemos tomar en cuenta antes de responder a esta pregunta es conocer el por qué de la venida de Jesús, Dios Hijo. Una vez consumado el pecado de los primeros hombres, conocido como pecado original, la naturaleza humana quedó dañada y se perdieron los dones preternaturales, que eran: inmortalidad, impasividad, ciencia e integridad.

Es decir, Dios había creado al hombre inmortal, con la gracia de no sentir dolor, con la capacidad de conocerlo todo y con gran manejo de sus facultades. Todo esto, repito, se perdió para todo la humanidad. Otra consecuencia grave fue que el hombre, desde ese momento, tiende al mal, es decir, naturalmente se inclina a hacer el mal; es inclinación, más no predisposición. Pero quizá la consecuencia más grave fue que la puerta del Reino del Dios (El Cielo) quedó cerrada para los hombres, de tal forma que después de la muerte no había salvación.

Entonces, para reconciliarse con los hombres, Dios necesitaba de una prueba de amor que le demostrara que los hombres podemos cambiar, y esa prueba de amor no podía ser otra que una auto inmolación por los hombres, es decir, dar la vida por los demás. Y quien iba a dar su vida sería Dios mismo, en la segunda persona de la Santísima Trinidad, Jesucristo. Entonces, el sacrificio de Cristo en la cruz fue dignísimo a los ojos del Padre, porque siendo Dios, se hizo pequeño y por amor dio su vida. Por ese acto de amor, que demostró que los hombres valemos, Dios se reconcilió con la humanidad y nos brinda la posibilidad de salvarnos y compartir con Él en la vida eterna.

Por lo tanto, en la Navidad celebramos que Dios se hizo hombre para venir a salvarnos y abrirnos las puertas del Cielo. La celebración consiste en que estamos felices porque tenemos la oportunidad de alcanzar la vida eterna, vida eterna que habremos de ganarla en nuestro paso por la vida terrenal siendo santos, pareciéndonos a Jesucristo y luchando contra la inclinación al mal que todos los hombres tenemos. Si no estamos dispuestos a ser santos y a luchar por ganar el Cielo, no hay nada que celebrar. Si no estamos comprometidos con Dios, si estamos lejos de la Iglesia que Él fundó y conserva, si no nos esforzamos por cambiar de vida, esta celebración es vana e indigna a los ojos de Dios.

Para prepararnos a esta solemnidad y llegar con el alma limpia, la Iglesia ha instituido el tiempo litúrgico de Adviento. La palabra adviento significa venida, y es un periodo que inicia cuatro domingos antes de la Navidad, en el que la palabra clave es penitencia. Para hacer penitencia, debemos primero realizar un duro examen de conciencia de acuerdo con los mandamientos de Dios (10 mandamientos, pecados capitales, mandamientos de la Santa Madre Iglesia). Posteriormente arrepentirnos e irnos a purificar en el confesionario, única manera que Dios instituyó para perdonar pecados.

Posteriormente debemos hacer oración y recibir a Jesús sacramentalmente en la comunión; así, y sólo así, celebraremos dignamente la Navidad. Por ejemplo, cuando vamos a una fiesta, nos bañamos, nos arreglamos y nos ponemos nuestra mejor ropa, ¿no es cierto? Pues ésta solemnidad de la Navidad es más importante que cualquier fiesta, por lo que debemos arreglar nuestra alma; en esto consiste el Adviento

Dios no quiere una gran cena, Dios no quiere regalos ni borracheras; Él vino al Mundo en un establo, en medio de los animales, seguramente entre excremento y paja. Lo que Dios quiere es que seamos santos, y que ésta celebración sea el punto de partida para ello; que lo recordemos, pero no sólo como un acontecimiento importante, sino como el Emmanuel: el Dios con nosotros que nos espera en aquel establo de Belén.

Dios no quiere nuestras migajas, es decir, quiere que cambiemos de verdad, no solamente algunas cosas, o que no nos conformemos, como se dice tradicionalmente, con el “No mato y no robo”. No, Dios quiere una entrega total, que todos los momentos y circunstancias de nuestra vida sean una oportunidad para demostrarle que le amamos.

El regalo en la Navidad debe de ser para Dios, pues Él mismo se nos regaló para nuestra salvación, y ese regalo debe consistir en amarlo y obedecerlo siempre, estando dispuestos a amar al prójimo más que a nosotros mismos. Que esta Navidad podamos decirle a Dios: “Señor, yo soy tu regalo y estoy dispuesto a servirte a ti y a los demás, para, algún día, conocerte plenamente y gozarte en el Cielo”

Así sea.

2 comentarios:

Néstor dijo...

Alabado sea Jesucristo!

Gracias por la reflexion y espero que no te moleste que la use en un campamento de Acción Católica.

Gracias. Néstor

Anónimo dijo...

ME ENCANTO LA REFLEXION PERO SOBRE TODO ME KEDO CON ELLA PARA PONER TODO DE MI PARTE CON LA AYUDA DEL ESPIRITU SANTO PARA HACERLA REALIDAD Y PUES NOS TOCA A MI ESPOSO Y A MI DAR UNA REFELXION PARA LA POSADA DEL CORO DONDE SERVIMOS. GRACIAS Y QUE DIOS LO BENDIGA.